Apenas comenzaba el lamento de Eduardo y Jorge. Tanto había para decir acerca de su sufrimiento. Que el cepo al dólar, que el aumento de los costos para vivir en Nordelta, que sus mujeres…
Fue entonces -acompañados por el frío de sus quejas en blanco y negro, caminando por las calles de una ciudad en blanco y negro, en un mundo blanco y negro teñido por el gris- que lo vieron al Rulo abrazado a Manchita.
Ni sabían de Rulo ni conocían a Manchita, pero callaron a la vez admirados y avergonzados ante el color que ofrecía la escena de amor entre el perro y el linyera que a su lado dormía.
Rulo y Manchita soñaban un sueño conjunto en el que despertaban en un lugar verde con el canto de los pájaros y el calor del sol. No cabía lugar en el sueño para el frío y duro garrote de la policía, ni para el hambre triste que a nadie le importó ni para una enfermedad que a nadie interesó curar.
Eduardo y Jorge callaron. Nada dijeron por dos días y dos noches en que no volvieron a enarbolar su queja.
Semanas después Eduardo y Jorge retomaban sus lamentos y la ciudad se vestía de gris una vez más.
De Rulo y Manchita nadie supo más nada. Y es que en realidad nunca supimos nada de ellos.